Lo que más valoro de mi presente es que no hay ninguna constante, y todo puede cambiar en cuestión de minutos. Hace cuatro meses dejé mi país, mi trabajo, mi casa, mi entorno, mi vida, para viajar.
Vivía en Madrid y desde hacía más de dos años trabajaba para una empresa que me permitía ser independiente y en la que había logrado una carrera que nunca hubiera imaginado. Tengo una familia estupenda y grandes amigos. A simple vista, todo perfecto.
Pero algo fallaba. ¿Realmente estaba donde quería estar? Miro a mi alrededor y veo a muchos amigos y familiares sin trabajo y sé que darían cualquier cosa por estar ahí. Soy consciente de la suerte que tengo y la valoro, pero no podía seguir viviendo por otra persona, una vida que no me correspondía. Fue en ese momento cuando me harté de conformarme con lo que inconscientemente me había impuesto como la existencia más adecuada y decidí dar el salto. Estoy segura de que no es la primera historia que leéis de este tipo. Un día alguien decide poner fin a una vida cómoda, fácil, para empujar sus límites, explorar otros lugares y gentes y, sobre todo, conocerse a sí mismo. Suena idílico y quizá irresponsable, y no puedo negar que he pasado rachas desagradables, pero no las cambio por nada del mundo. No hay nada que pueda ennegrecer todo lo positivo de estos meses, en los que cada día era completamente nuevo y nunca sabía lo que podría esperar de él, dónde iba a acabar y, mejor aún, quién iba a acompañarme.
Porque lo que más te enriquece en estos viajes es la cantidad de historias y personalidades que encuentras en el camino, que te hacen romper por completo los esquemas aprendidos para entrar en un mundo nuevo donde nada es lo normal o lo establecido. Cada persona que conoces no puede ser más diferente a la anterior y su actitud, costumbres y comportamiento son impredecibles. Los prejuicios ya no te son útiles, casi acaban por desaparecer porque ya no tienen sentido y es maravilloso. Aquí nadie pretende juzgarte, y si lo intentan te da igual porque todos son diferentes, eres libre y acabas por ser más tú que nunca. Ese testigo imaginario que te persigue y examina crítico cada uno de tus gestos y comentarios ya no está mirando.
Aún hay días en los que la nube se acerca. Algo de lo que era muy consciente cuando marché es que el lugar no suele ser el problema, sino que está dentro de uno mismo, y de nosotros no podremos huir nunca: la dura, seca y fría presión en los pulmones que te impide respirar, perder el control de las manos, en las que incluso puedes sentir el latido del corazón; la vista nublada, la mirada de desquiciada desfigurada en el espejo. Algo que te cierra el estómago y al mismo tiempo te pide engullir lo primero que veas a tu alcance. Este enemigo no ha desaparecido y probablemente no se vaya a ir nunca, pero algún día aprenderemos a entendernos y sé que estoy en el camino.
Creo que siempre he tenido bastante control de mi vida y de lo que me ocurre. En esta ocasión se trataba de hacer justo lo contrario, de soltar las riendas y encarar el miedo al vacío, al fracaso, al rechazo, a no ver más allá, desconocer lo que se acerca y perder por completo el control de mi futuro por poder vivir mi presente. Comencé sintiendo miedo, mucho, y a veces vuelve. Pero en otras ocasiones, el pánico se vuelve emoción y mi cara de felicidad no puede ser mas plena. Y es que si no fuera por este salto, jamás habría vivido muchas de las mejores sensaciones que he experimentado en mi vida. Como cuando encontré nadando a mi lado a una tortuga marina buceando a 18 metros de profundidad en una isla de Tailandia, recorrer la jungla vietnamita en moto cuando no había conducido una moto en mi vida antes de este viaje, pasar dos días conviviendo con una tribu en las montañas de Sapa, navegar y pasar la noche en un barco entre las islas de Halong Bay, bañarme en absoluta oscuridad en el lago de una cueva en Phong Nha, conducir en bici entre campos de arroz impresionantes hasta llegar a playas paradisíacas, dormir completamente sola en una cabaña en las montañas de Pai y conocer a tantísima gente interesante y tan diferente de mil rincones del mundo.
Sólo estoy sola cuando quiero y siempre hay alguien cerca con historias increíbles que contar. En septiembre di el siguiente paso, se acabaron los viajes para intentar asentarme durante un tiempo en Australia. Llegar a un país con cuatro trapos, la cuenta del banco pidiendo socorro, sin casa, ni trabajo, ni amigos. Vértigo. Pero increíblemente las cosas van saliendo. He encontrado amigos que me tratan como si fuera parte de sus familias y, aunque Sydney me está poniendo algo difícil el comienzo, no quiero rendirme. La vida sigue siendo un juego y de momento no suelto los dados. Qué más da quién gane al final, de lo que se disfruta es de la partida y de los que juegan contigo, incluso sin estar presentes. Porque a pesar de estar a miles de kilómetros de mi familia y amigos, en cierto modo este viaje me ha ayudado a acercarme a ellos más que nunca, enseñándome a quererlos y conocerlos mejor desde el otro lado del mundo. Y sobre todo a quererme a mí, sin miedo a empezar de cero y menos aún a fracasar, porque realmente a la única persona que podría decepcionar es a mí misma, y si miro atrás y veo todo lo que he hecho, por fin hoy soy capaz decir con la boca bien grande que no puedo estar más orgullosa de ser quien soy, de la vida que llevo y de lo agradecida que estoy por tener al lado a la gente que me acompaña desde todos los rincones del planeta.
Isabel Sánchez