Ayer navegando por las redes sociales reparé en un artículo muy sugerente bajo el título: Mi analista me ama de Luciano Lutereau . A pesar de estar escrito por un psicoanalista, y no ser esta mi corriente terapeútica, coincidía en gran parte del contenido.
Quiero a mis pacientes. Antes me daba pudor reconocerlo. Parece no estar bien visto, pero es así, les tengo un cariño inmenso.
Hay sesiones en las que siento oleadas de afecto por la persona que tengo enfrente, y estoy convencida de que ese cariño es el que cura. Si no siento ese afecto, entonces la terapia no funciona igual. Cuando una persona se abre a mi, me muestra su vulnerabilidad y su dolor, se da un encuentro íntimo y profundo del que nace necesariamente el afecto.
Después de bastantes años de experiencia en la práctica clínica he llegado a la conclusión de que hay dos ingredientes fundamentales para que una terapia funcione: la confianza y el amor. Cuando el paciente confía en el terapeuta y se confía en el proceso, gran parte del camino está hecho. Cuando una persona confía en mí, trabajo de manera más creativa, surgen recursos en mí que yo desconocía y el trabajo fluye con facilidad. Si el paciente se confía al proceso, se abandona y se sumerge, avanza más rápido porque atraviesa los muros de las resistencias.
Dice Lutereau en su artículo: «La relación con el analista es una relación amorosa. Como cualquier otra». Y así es, no es una relación mercantil ni meramente profesional. Es una relación de afecto. Y dice en otro momento: «no es el paciente el que ama, sino el analista». El paciente/cliente idealiza a su terapeuta, le admira, le respeta pero no le ama porque no le conoce en profundidad. Algunos pacientes, que buscan seducir o controlar la relación, se quejan de no saber nada de mí, que es una relación asimétrica y nuevamente les doy la razón. El terapeuta no se puede revelar ante él. Si se pierde la asimetría, la relación terapeútica desaparece y se abre camino la amistad. En la terapia se pone el foco en lo que siente el paciente/cliente hacia el terapeuta porque así se limpia la relación entre ambos, si es que hay algún obstáculo, y al mismo tiempo se trabajan las relaciones del paciente con personas de autoridad.
Pero el terapeuta también debe poner atención a la manera en que ama a su paciente. Para ello es importante el trabajo personal del terapeuta y revisar con honestidad qué me mueve cada paciente/cliente. Y aunque a veces me descubra queriéndoles como a un hijo o como a un amigo, tengo que tener presente que mi afecto tiene que ayudarles a crecer. En muchas ocasiones entra la seducción por medio, en otras alimentamos nuestro ego narcisista, y si no hemos hecho un buen trabajo interior, podemos pillarnos tratando de sanar nuestras heridas pasadas. El amor del terapeuta debe ser libre, como el amor a los hijos, y tener asumido que vienen a trabajar sus asuntos dolorosos para poder marcharse luego, para volar. Un amor incondicional que asume que nos van a abandonar.
No amar de forma posesiva ni narcisista, no amar para moldearle a nuestra imagen sino para hacerle más libre y que vuele sano.
Consulta privada de Miriam Magallón, psicóloga clínica.
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