San Ignacio de Loyola, maestro en el conocimiento de las emociones, decía en sus Ejercicios Espirituales que debíamos prestar atención a los afectos desordenados. Son situaciones que deseamos de manera desordenada.
Aquellas cosas, pertenencias, lugares o personas a las que nos apegamos en exceso. Nos sentimos atados a esa cosa y no nos podemos relacionar con ella desde la libertad.
Podríamos poner mil ejemplos: ropa de la que no nos deshacemos, relaciones a las que nos enganchamos, deseos que no podemos dejar de satisfacer… Empezamos tomándoles cariño y terminamos apegándonos a ellas de manera angustiosa.
Para los budistas, el apego suele llevarnos a sobrestimar las cualidades de ese objeto o persona y nos hace creer que esa cosa es imprescindible. Como consecuencia de esto, nos aferramos a ella. Veamos lo que nos pasa con la comida. Alimentarnos es una condición necesaria para vivir, pero con mucha frecuencia caemos en el apego a la comida y dejamos de tener una relación sana, equilibrada y libre con ella. Conozco personas que piensan en comida continuamente; dedican gran parte de su tiempo a pensar lo que comerán después, se angustian si no tienen comida en la nevera. Sobrestiman sus beneficios y no pueden prescindir de la cerveza, el helado o el bollo que tanto desean.
Entonces, ¿deberíamos desapegarnos de la comida, lograr que nos deje indiferentes? No. Comer es un placer y los alimentos están ahí, para además de nutrirnos, que los disfrutemos; pero hemos de aprender a disfrutar sin aferrarnos. Saborear y agradecer la comida rica sin necesitar que esté presente en nuestro pensamiento todo el día. Lograr una sana distancia entre la comida y nosotros. Tratemos de rebajar las expectativas que ponemos sobre la comida para ser más libres.
Una manera de comenzar nuestro entrenamiento en desapego es perdiendo el miedo al hambre. El hambre es una sensación que fluctúa. A veces la sentimos de una manera voraz pero tenemos que entrar en una reunión importante o acudir a una cita y no podemos comer en ese momento. Así que somos capaces de estar unas horas más sin comer y de pronto nos damos cuenta de que se nos ha pasado el hambre. No era una emergencia aunque antes lo sintiéramos así. Tener hambre en algún momento puede ayudarnos a ser más conscientes de que no pasa nada. Prueba a retirar la atención de tu estómago y pon tu energía y concentración en otros asuntos, descubrirás que el hambre pasa, o que al menos, ocupa un lugar secundario.
Consulta privada de Miriam Magallón, psicóloga clínica.
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